martes, 27 de enero de 2015

La bondad fuera de la teología

¿Es la ética una manifestación de la existencia de lo preternatural? ¿O uno puede orientar sus acciones y actitudes desprovisto de cualquier sistema metafísico?
En teología está lo que se conoce como Ponerología, el análisis del Mal. El psiquiatra polaco Andrés Lobazecwski empleó tal concepto, pero extrayéndolo de la doctrina católica y adaptándolo a la realidad sociopolítica. Así nació la “ponerología política”.
¿Por qué no hay estudios del Bien? ¿Es acaso el Bien indigno de ser descompuesto en sus partes y analizado detenidamente?
El Mal es considerado simple hechura humana, una artificialidad construida por estos seres contingentes que son los humanos. Mientras que el Bien se da por hecho, como un fenómeno esporádico producto de alguna deidad azarosa. Quizá por esto el Bien no sea digno de estudio ni por filósofos ni por científicos. El Bien simplemente Es, y nosotros solo Hacemos, y hacemos el mal.
Tal es el maniqueísmo, que si lo reelemos parece vestigio de una época medieval que se resiste a abandonar el inconsciente colectivo. Nosotros, retratados como la futura carne pútrida, somos seres del mal. Mientras que el bien es exclusivo de los entes incorpóreos impolutos. Por eso nuestra fijación por el Mal.
No. El bien y el mal se construyen, se deciden racionalmente. No es necesario el concurso de ninguna religión o magia para ejercitar nuestra ética individual. Podemos ser buenos desde la razón y la mera voluntad. Y aquellos que no creen en recompensa ultraterrena alguna, ejercitarán el bien de la manera más desinteresada y pura posible. Hacer el bien per se, sin necesidad de transacción alguna, puede convertirse en la mejor gratificación intelectual y emotiva.
Necesitamos algún estudio interdisciplinario sobre la Bondad y menos ponerología. Atrás debe quedar la medievalidad y debemos mirar la otra mitad del vaso: seremos capaces de las peores maldades pero nuestro potencial para el bien es aún mayor y más fructífero. El ser humano es hermoso y debemos recordar cómo amarlo, así como lo hicimos fugazmente en el Renacimiento.

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