- " ¡Deja de seguirme!"
El felino golpeaba su congénere, que no hacía más que
seguirlo. Pero extrañamente éste último desaparecía tras cierto punto.
- " ¡Desaparece!"
El gato estalló en furia y se abalanzó hacia su rival quien
se hizo trizas al caer al suelo. No era más que un espejo.
- " ¡He asesinado al impostor! Nadie se insubordina
al rey Jorge I, monarca supremo, terror de los roedores, devoto del dios
nocturno celestial."
El bípedo esclavo retornó inesperadamente de sus actividades
ignotas a las tierras nocturnas.
- "Esclavo, ¡dame leche!"
El bípedo no entendía el idioma del gato: solo escuchaba
ruidos incoherentes, por lo que no obedeció la orden. Esa noche, el ser de dos
piernas desatendió a Su Majestad Maullante y se echó a su camastro.
El rey de los bigotes, Jorge I, se indignó:
- " ¡Y este es el trato que se la da a la nobleza!
¡Esto es inaudito, inaceptable, intolerable, incompasivo, inenarrable…
insubordinado!"
Su Majestad Maullante deambulaba por sus tierras, en busca
de algún manjar móvil.
En ello, apareció Jacinto –o al menos así lo llamaba el rey
de los bigotes–. Jacinto era un ser diminuto, recubierto de unas bellas alas
del color de la corteza de los árboles y coronado por dos simpáticas antenas.
Jacinto espetó a Su Majestad Maullante:
- " ¡Señor de las grasas! ¡Por aquí!"
Su Alteza intentó perseguir nuevamente al grosero e
insubordinado Jacinto, pero la sangre azul no lo destina a uno a labores tan
bajas como el ejercicio físico. Para eso estaba el esclavo bípedo.
Jacinto desplegó sus alas y desapareció en risotadas
burlonas
- " ¡No hay caso! ¡Esto es una conspiración! ¡Solo
queda una alternativa pero… ¡deberé enfrentarme a la Bestia!"
La Bestia dormitaba en el reino vecino y enemigo. El reino
innombrable donde pululaban incontables bípedos.
La Bestia, voluminosa y ya avanzada en años, despedía un río
de sus terribles fauces.
El rey, tras horas de arduos esfuerzos en invadir terreno
ajeno, sigilosamente se dirigió a la caverna que contenía la panacea a sus
necesidades.
Los ángeles entonaban sus cantos y Su Majestad Maullante se
sentía victorioso en el empíreo, ocupando un lugar en la cúspide del honor
junto a sus ilustres antepasados.
Mas un insignificante ruido descompuso el momento merecido.
El sonido de una gota.
¡La Bestia!
El monarca bigotudo se volteó y allí estaba ella: maciza,
temible y… húmeda.
- "¡Ni lo pienses, panzón!" - Gruñó el ser infernal.
-
“Me
rindo, oh formidable Bestia. Perdón, perdón” – exclamó entre temblores
el humillado rey.
La pesadez de sus carnes no fue estorbo alguno para Su
Majestad Maullante, quien huyó por donde vino.
Una vez en sus dominios, el regio felino clamó a su dios,
aquél astro redondo que reposa en la bóveda nocturna:
-
“Gran Gato Plateado del Cielo, mira a este Rey,
traicionado, humillado y abatido. Dame una señal. Dime que este Noble Gato no
morirá de inanición”
Y allí vio una tímida flor.
Jorge I no tuvo mejor idea que reconocer a tal ser vegetal
como enviado de su dios. Devoró con ansias a la flor y a todas sus hermanas.
Pensó que fue bendecido por su deidad y se echó despreocupadamente entre la
vegetación a dormir.
Al día siguiente, lo encontró el bípedo. Pero esta vez no se
arrodilló ante él ni le prodigó los acostumbrados masajes. Parecía molesto.
- " Más vale que esté molesto consigo mismo por no
saber servir a la Realeza." pensó Su Majestad.
Pero parece que ese pensamiento no fue compartido por el
bípedo porque, furioso, comenzó a abatir al noble señor gatuno con una escoba.
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